domingo, 29 de julio de 2007

Gotas de recuerdos en el cristal de la memoria (I)


Se llama Mirna pero él la llama Lisa.
Acaba de beber los últimos sorbos de agua en la tacita de plata y sale de la cocina.
Después de vestirse coge la botella vacía, decorada con cenefas en relieve, que tiene una pegatina medio desenganchada donde se leen unas palabras escritas; la destapa, se la pone bajo la nariz e inspira. Es el ritual de cada mañana. Un chute de energía que le permite aguantar todo el día. Hoy toca ir a buscar el pan. Va a la entrada, se detiene frente a la puerta, mira hacia arriba, como si el techo estuviera a muchos metros de distancia, tantos como los campanarios de las grandes catedrales, y, descalza, sale de casa.
En la calle el rumor de la gente se convierte en un ruido irritante que le muerde los oídos e instintivamente, con un movimiento brusco, se tapa las orejas. Entonces, en su interior, se pone a tararear “Beautiful” de Belle and Sebastián: eso siempre la tranquiliza.
Al cabo de cinco minutos todas las calles parecen iguales y le es imposible orientarse. Mira hacia atrás buscando migas de pan, un hilo dorado o algún detalle que le sea familiar pero no lo consigue, lo único que ve es una tremenda confusión: grupos de personas dándose dos besos, dándose la mano, cruzando deprisa en los pasos de cebra, mirando sin cesar el tiempo en sus muñecas, entrando y saliendo de unos enormes vehículos que parecen escaparates móviles o sujetando junto a sus orejas una voz secuestrada en la palma de sus manos.
Acaba cerrando los ojos o tal vez los tiene abiertos pero ya no ve nada. La impotencia ataca de nuevo y mueve las manos espasmódicamente, arañándose los brazos para paliar el dolor interno, gritando desesperada. La gente se arremolina a su alrededor, contemplando curiosa el espectáculo. Al cabo de un rato los mirones se van dispersando y Mirna vuelve a quedarse sola.
Él la observa a unos metros de distancia, con la pegatina algo arrugada en la mano.