martes, 21 de agosto de 2007

Visitas II

14 y 15

El segundo día comimos un kebap sentados delante de la parada del tranvía. Al acabar me levanté para ir al lavabo y entré decidida en un bar. Allí me dijeron que no tenían servicios y me indicaron un callejón estrecho, una especie de pasillo a pocos metros de distancia. Me metí y seguí la flecha hacia donde indicaba “bayan”(mujeres). El wáter consistía en una letrina lujosa, porque al menos estaba recubierta de mármol aunque medio roto, con un grifo y una jarra de agua al lado para “tirar de la cadena” después de haber hecho tus necesidades. Y encima me hicieron pagar 0.50 YTL. Pero así eran la mayoría de los lavabos de Istanbul o al menos a los que yo fui.

Después nos adentramos en las calles del Gran Bazar. Para mí uno de los lugares más impresionantes que visitamos. Resultaba un poco agobiante tener que ir rechazando ofertas continuamente, pero también era genial pasear entre joyas de plata, vestidos de danza del vientre, lámparas de colores, bufandas de seda, catalejos o especias e intentar regatear aunque siempre nos acabaran timando un poco. Allí me di cuenta de lo confiados que son los turcos: era increíblemente fácil robar.

Por la tarde teníamos la intención de ver la puesta de sol desde Pierre Loti para descubrir lo que es el cuerno de oro (Istanbul brillando con la luz dorada del sol que desaparece), pero llegamos demasiado tarde y sólo vimos algo del final. Nos subimos en dos taxis, acordando un precio previamente, y les pedimos que se siguieran el uno al otro para llegar más o menos juntos. Los conductores, que tenían complejo de pilotos de Fórmula 1, se lo tomaron más como una persecución y nos obligaron a ir todos agarrados rezando por sobrevivir y riéndonos a la vez. Además está esa afición suya por pitar continuamente, entre el tiempo que tardas en inspirar y expirar ya le han dado al claxon por lo menos tres veces. Debe ser interesante presenciar una clase de conducir turca. Pero valió la pena subir hasta el barrio de Eyüp para ver como en el cielo el negro se iba comiendo al azul anaranjado y las luces de la ciudad se encendían reflejándose en el agua del Bósforo, dándole un toque mágico.

La visita al palacio de Topkapi nos ocupó más de la mitad del último día, pero es que es imposible visitar las cocinas, las salas de reuniones, las salas con las joyas del sultán y sus vestidos, los jardines, las fuentes y piscinas, la sala de circuncisión y el harem (significa prohibido) en menos tiempo. Lo que más me impresionó fue este recinto dedicado en exclusiva a las concubinas y la madre del sultán. Tan oscuro, con un aire tan misterioso, turbio y elegante a la vez. Seguro que los celos convirtieron más de una vez alguno de aquellos rincones en escenarios de crímenes.


Eso sí entre visita y visita era imposible no toparse con una de esas furgonetas de propaganda electoral con la cara del candidato y la música a tope que parecía una discoteca móvil.

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