miércoles, 19 de noviembre de 2008

Máscaras II

Sin otra explicación que le tranquilice y a consecuencia del cosquilleo interior que le provoca el nerviosismo, recupera su sonrisa, aunque en ésta se dibuja un sarcasmo que estaba ausente en la anterior. Por toda respuesta recoge la moneda del suelo y la dirige hacia la ranura del futbolín, ¡esta vez tienes que acertar chico!, poniendo en marcha el mecanismo que deja caer las once bolas blancas. Empieza la partida.
El Pijoaparte se pierde en alardes de habilidad y adornos, mientras que Víctor va directo a marcar, con jugadas cortas y eficaces. El primero hace de la partida un espectáculo más atractivo, aunque no por ello carente de valor, mientras que los toques del segundo le dan al juego un aire reflexivo. Los espectadores se ven absorbidos por una mezcla de belleza sensorial e intelectual a la vez que se divierten, aparentemente ajenos a los hilos invisibles que los dirigen. Pero como ya ha anunciado el wapentake, no se trata más que de una actuación y cada uno, incluso Víctor, tiene bien aprendido el papel que debe representar. Celebra satisfecho sus goles y bromea con su contrincante, pero el comecocos no ha parado y le va dejando sin reservas de alegría fingida.
Entonces, una voz femenina que escupe un altavoz colgado del techo, ametralla a los que se encuentran en aquel rincón con una serie de órdenes precisas. “¡Víctor, Pijoaparte, ya es suficiente! ¡La partida debe finalizar! ¡Quedáis empatados!”

Al instante las órdenes se convierten en hechos y al ambiente amical que se había creado lo sustituye el vacío, rasgado por la mirada atónita de Víctor, que sobrevuela la escena. Los que le acompañaban han desaparecido. Se gira y, ante la ausencia de otras posibilidades, decide volver a la barra. En el mostrador hay sentado sobre un taburete, con una pierna balanceándose en el aire y la otra apoyada en el suelo, un hombre seguramente originario de África, que sostiene una botella de cerveza medio vacía, ¿o medio llena? Se le acerca el Pijoaparte, que sale de la nada, y le da un golpecito con su botella de cerveza a modo de brindis. El africano levanta la mirada y le susurra:

-Por la Desgracia y la felicidad.

El Pijoaparte, que ahora tiene un parecido increíble con Juan Marsé, suelta un soplido irónico y añade:

-La felicidad es como los aspersores: caen muchas gotas y da la sensación de que el agua sale formando un chorro, pero no es más que una ilusión óptica; algunas gotas te salpican, las notas sobre la piel, pero no tardan mucho en secarse. Sólo gotas de felicidad, efímeras.

Al pronunciar estas últimas palabras, el Pijoaparte se gira, perfectamente consciente de que estaba siendo observado, y le dirige una mirada cómplice a Víctor, mientras con un movimiento de cabeza le invita a unírseles.

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